Durante diez meses, un equipo de investigadores de la Ohio State University mantuvo a un grupo de pobres ratones de laboratorio en un ambiente con aire contaminado, en una proporción similar a la polución del aire en una ciudad grande típica. ¿Crueldad animal? Puede ser, pero esos roedores estaban viviendo en el mismo aire en que vivimos nosotros y nuestras mascotas.
Al término de esos diez meses, esos ratones salieron todos muy mal parados en una serie de pruebas, comparados con otro grupo de ratones que había pasado el mismo tiempo viviendo en aire limpio. Los ratones de ciudad, digamos, tardaban más en encontrar un hueco por donde debían escapar en una prueba, y luego no lo recordaban tan rápido como lo hacían los ratones de campo. Los investigadores encontraron que los ratones sometidos al aire contaminado habían perdido complejidad cerebral: tenían menos dendritas y por tanto una menor capacidad para resolver problemas, así como una mayor para deprimirse (sí, los ratones de laboratorio pueden deprimirse).
El estudio salió publicado recientemente en la revista Molecular Psychiatry. La jefa de la investigación, según reseñó la revista Fast Company, declaró que “los resultados sugieren que la exposición prolongada al aire contaminado puede tener visibles efectos negativos en el cerebro, lo cual puede llevar a varios problemas de salud. Esto puede tener importantes y preocupantes implicaciones para personas que viven y trabajan en áreas contaminadas urbanas en todo el mundo”.
El año pasado, una investigación en los Países Bajos, cuenta The Economist, concluyó que los urbanitas tenemos, frente a los que viven en el campo, un 21% más de riesgo de desarrollar ansiedad y un 39% más de riesgo de adquirir trastornos de ánimo. Otro estudio, alemán, dice cosas distintas pero también interesantes: que, ante el stress, los que crecimos en ciudades usamos nuestros encéfalos de modo diferente a como lo hacen quienes crecieron fuera de ellas.
En la universidad de Heidelberg hicieron resonancias cerebrales a dos grupos de personas adultas -de infancia urbana y de infancia no urbana- mientras eran sometidas a experiencias estresantes, como resolver frustrantes ejercicios matemáticos mientras se les apremiaba por audífonos, por ejemplo, y dieron con el hallazgo de que los criados en ciudades tenemos amígdalas cerebrales (las que manejan el stress) más independientes de la corteza cerebral. Esa autonomía está asociada por cierto a la esquizofrenia, que es más frecuente en la ciudad que en el campo. O sea, que tenemos amígdalas menos susceptibles de ser administradas por la corteza cerebral y actuamos de manera más espontánea, o impulsiva, o violenta, ante los desafíos.
¿Es malo para la salud mental vivir en las ciudades? Bueno, no necesariamente. Vivir fuera de ellas también tiene sus defectos; por algo, al menos la mitad de la población humana hemos escogido (aunque muchos piensen que nos les quedó otro remedio) habitar urbes. Pero pese a esa resistencia a lo urbano que ha atravesado la cultura occidental por muchos siglos, la ciudad no es mala en sí misma: es mala cuando está mal llevada, cuando es sucia, desigual, injusta, violenta.
Una ciudad con conflictividad baja, con libertad y orden, sustentable, educada y próspera no tiene por qué ser fuente de enfermedades mentales. Al contrario.
Tomado de. http://www.inspirulina.com/la-ciudad-nos-abruma-cientificamente-comprobado/index.html–