Los warao son un pueblo indígena que siempre ha estado en movimiento, pero la emergencia humanitaria compleja en la que está sumergida Venezuela, los hizo correr. Desde el 2014 comenzaron a salir de país y la migración no se ha detenido. En el marco del Sínodo de la Panamazonía, el equipo de la Red Eclesial Panamazónica de Venezuela visitó a los warao que migraron del delta del Orinoco a la ciudad de Pacaraima, en Brasil. Lo que sigue son los relatos de aquel encuentro que permitió rehacer la memoria, mirar el presente, y soñar un futuro muy desafiante, donde tal vez la única esperanza es no perder su cultura en el nuevo territorio
Minerva Vitti Rodríguez
Desde hace tiempo algunos warao cambiaron el agua de sus caños por el asfalto de la ciudad. La flecha que les abrió el suelo del cielo y les mostró la abundancia de alimento, como cuenta uno de sus mitos fundantes, aun yace en sus memorias. Los warao extrañan su wajibaka (curiara) de cachicamo rojo y sus jai (canalete o remo), para surcar las aguas del Orinoco. Wajibaka que es movimiento pero también tálamo mortuorio. El laberinto de los caños del delta se abre en una nueva geografía, “aquí nos sentimos yendo a canalete”, dice Encisa, mujer warao. “A canalete”, día tras día, porque deben superar muchos obstáculos. Ka nojibata taera (somos valientes). Ahora su janoko (casa) es el “Abrigo Janokoida”, un albergue que brinda refugio a 523 warao en Pacaraima, Brasil.
Es 2 de diciembre de 2018 y una parte de los warao que se fueron de Venezuela están reunidos en el Centro de Atendimento Infantil “Jesús Peregrino”, una iniciativa de la parroquia Sagrado Corazón y las hermanas misioneras escalabrinianas[1], donde los warao aprenden portugués y enseñan su idioma a la niñez y juventud de su pueblo.
Es un salón amplio con un pizarrón que tiene una clase escrita en portugués, un dibujo de un pulpo rosado pegado a la pared con los números en warao y un bebedero de agua. Hay mujeres, hombres, jóvenes y ancianos sentadas en las mesas que forman un rectángulo: Darwin Jesús, Otilio, Darwin José, Amarilis, Ennis, Jesús, Israel, Encisa, Raúl, Alexander y Nelly.
La mayoría son docentes, que viven en el Abrigo Janokoida, y que durante el día asisten al Centro de Atendimiento. Hoy cada uno se levanta y comparte las razones de su decisión de salir del país: “porque ya se me había muerto una hija, y no podía perder otra”, “porque se me murieron dos niños con sarampión y quería vacunar a los otros”, “porque sembré conuco y mientras se da la cosecha debo resolver”, “porque mi hermana tiene tuberculosis, el tratamiento es fuerte, y necesita comer”, “porque necesitamos el tratamiento antirretroviral para el VIH”, “para poder ayudar a mi familia”.
Una de las personas que los acompaña en Pacaraima es el padre Jesús Boadilla. Este religioso de ojos azules, cabellos blancos y piel rosada, comenzó a ayudarlos con el Café Fraterno, sirviendo 80 desayunos, que luego se convirtieron en 1600, a los venezolanos que llegan a Pacaraima; continuó con el Centro de Atendimento Infantil “Jesús Peregrino”; y ahora está armando un proyecto de preparación en oficios para los warao. “Integrar no es desplazar a las grandes ciudades. Integrar es preparar para que los warao se desenvuelvan dignamente en este nuevo contexto”, dice decidido Boadilla.
Ahora en tierra extranjera, algunos warao saben que si pierden su idioma, pierden la sabiduría de su pueblo, su identidad. Por eso este grupo de docentes warao, que migraron a Brasil, dicen alto “yakera wito” (saludo warao). Son los que resisten en su cultura y entienden que tienen una casa que no supo abandonarlos cuando se fueron de ella.
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