En El extranjero que danza, hermoso documental de Manuel de Pedro, de 1980, se nos reveló a muchos un mundo sin igual y mágico, donde reina lo sensorial. La cámara va quitando velos y nos introduce en la selva tupida, sigilosamente; nos abre camino, nos conduce de la mano, silenciosos, intrigados, hasta que nos sorprendemos al llegar a un claro en medio de la selva y encontrar un “shabono”, esa vivienda temporal, construida con maderas y hojas de palma, que cobija por una temporada a toda una comunidad de nómadas. No hay nadie, esta vacío. Pero en instantes algunos gritos llegan de la selva; unos ojos se asoman, unos valientes se acercan con recelo a la comitiva de extranjeros que, con cámaras y morrales, han llegado sin avisar.
Con curiosidad ingenua y desconfianza, los nativos traen flechas y arcos; altaneros increpan a los intrusos en su lenguaje, con su fonética de siete vocales y quince consonantes. No hablan español, y los extranjeros no hablan su lengua. En breve, las señas y gestos logran lo que a veces ni un idioma común puede… ya sonríen, hay armonía, y a gritos llaman al resto de su comunidad que emerge de la selva profunda emplumados, pintados, risueños, amables y luminosos; salen a recibir a los extraños. Son los yanomamis; seres nómadas, de pequeña estatura y grandes destrezas de supervivencia; portadores de una cultura prehispánica que ha logrado sobrevivir centurias en la selva venezolana y una pequeña parte de Brasil. Apenas quedan menos de 20.000 de ellos actualmente. Los visitantes eran, en esa ocasión, del grupo danés Odin Teatret con cineastas venezolanos que dirigía De Pedro. Los gestos, la danza y cantos mutuos, las risas y los juegos, unieron a indígenas y europeos, criollos y yanomamis en una armonía de sano intercambio, de afectos y respeto mutuo que el cine registró para contar magistralmente el encuentro gentil de yanomamis con un extranjero que danza.
Las redes sociales y los medios de comunicación informan ahora, en estos días aciagos, de sobresaltos cotidianos, sobre una matanza criminal de yanomamis en la selva profunda del sur de Venezuela. Allí, en su propio shabono comunitario, fueron asesinados por extranjeros que son invasores de tierras yanomamis venezolanas, depredadores del ambiente y violadores de derechos humanos que integran la inmensa operación de saqueo del oro que por décadas se viene dando en nuestro suelo patrio; el mismo suelo que se ufanan de “proteger” los farsantes de turno. Sólo tres sobrevivientes y miles de indignados en el país dejó este hecho que aparentemente ya conocían los uniformados desde comienzos de julio.
El territorio hábitat de los yanomami es amplio y aloja una densa parte de la diversidad biológica de la nación.
Allí conviven con numerosas especies de fauna y flora, muchas aún por ser nombradas y clasificadas por investigadores científicos. Tanto es así, que la nación ha declara buena parte de esa zona como Parque Nacional y el mundo lo instauró como Reserva de Biosfera. Son los confines del Alto Orinoco; tierras de aguas y minerales diversos, vegetación abundante de selva húmeda, y culturas ancestrales. En esa región privilegiada en diversidad natural y cultural, los Yanomamis y demás venezolanos que allí habitan están desamparados, sin el respeto, la protección y el apoyo que merecen del Estado venezolano.
Sin amparo, como están los yekuanas y sanames de la cuenca del río Caura, que hasta se han contaminado con mercurio que vierte la minería ilegal en ese río. Vulnerables y sin la mano del Estado a duras penas sobreviven también los barí y los yukpas en la Sierra de Perijá, acosados por narcotraficantes, enfermedades y altos índices de mortalidad materna e infantil. Sin apoyo ni protección del Gobierno, como obliga la Constitución, están los portadores de las culturas indígenas, como los waraos, en el Delta del Orinoco, a quienes la necesidad trae a mendigar en Caracas y otras ciudades.
Quienes debieran protegerlos, les usurpan, incluso, su derecho a voto, y ese irrespeto lo evidencian las mesas electorales en esa región con cero abstención y cero voto opositor.
El holocausto contra las comunidades indígenas no ha cesado. Las visitas de estudio, de universitarios, etnólogos, antropólogos, lingüistas, cineastas, y otros muchos investigadores, han servido para dar valor a esas culturas, en la sociedad venezolana y global; y por ello hasta la Constitución es explícita en reconocimiento de sus derechos y valía. Pero ese “extranjero” que danza con ellos, que los respeta y se comunica en paz y afecto, al parecer no es el que los visita ahora.
Ahora es un extranjero que mata quien penetra, controla y saquea la selva.
*Ingeniero, planificador ambiental