En tiempos donde las voces de alarma de los ambientalistas de alrededor del mundo se ahogan en un mar de “otras noticias”, que un líder mundial como el Papa Francisco dedique una pieza de su doctrina a entrar en diálogo sobre la conservación de la naturaleza es sin duda un respiro necesario.
En mi opinión, la recién Carta Encíclica Laudato Si del Papa Francisco “sobre el cuidado de la Casa Común” ha despertado la atención mundial -y por consiguiente el debate- con mucho más éxito que cualquier reunión de carácter político -al menos desde la Conferencia de las Partes en Copenhague en el 2009- con lo que por este simple hecho recibe mi reconocimiento.
En sus 180 páginas, la Encíclica Papal contiene los principales problemas sobre los que tanto hemos discutido ambientalistas, científicos y expertos, problemas que en definitiva no distinguen religión y nos afectan a todos como habitantes de un mismo planeta. No es casualidad que el Papa se refiera a la “Casa Común” haciendo alusión al significado de “oikos” con el que se abren las lecciones de Ecología.
De todos los puntos tocados por el Papa Francisco, quisiera suscribir dos, especialmente críticos: la necesidad de seguir educando y la imperiosa necesidad de transformar el modelo de desarrollo actual, dos procesos que se acompañan y complementan.
En cuanto a la necesidad de seguir educando, en palabras del Papa Francisco sobre la Tierra, “hemos crecido pensando que éramos sus propietarios y dominadores, autorizados a expoliarla”, y es que sea por educación religiosa, por la influencia sociocultural o por el simple hecho de ser humanos, como Homo sapiens nos hemos creído la historia de que los recursos a nuestra disposición son para derrocharlos, poniendo en duda nuestro epíteto taxonómico. Afortunadamente, por necesidad, ensayo y error, la sensibilidad ecológica se ha extendido.
Empero, coincido plenamente con el Papa en que la educación ambiental debe enfocarse en desarrollar hábitos y no sólo en informar, algo en lo que creo hemos fallado algunas veces -sino muchas- los ambientalistas y ONG, a quienes, según el Papa Francisco, nos “compete un esfuerzo de concientización de la población”.
Si bien esta competencia no es necesariamente una responsabilidad exclusiva, tomo este impulso como un llamado y una oportunidad para transformar la manera en la que educamos, para ser menos informativos y más vivenciales, permitiendo que ese niño o niña sienta la humedad de la tierra al plantar un árbol, mostrándole a ese joven que lo que recicló se transformó en un bien social, demostrándole a ese adulto que las nuevas generaciones crecen con sensibilidad ambiental para que abrace esos mismos principios.
Estas no son palabras, son hechos, y entiendo que la disponibilidad de recursos es clave para que los esfuerzos mermen o prosperen, pero para ilustrar que sí se puede hacer, traigo a colación un ejemplo. Recientemente una residente estudiantil oriunda de Londres, después de 6 meses de participación en un programa de reciclaje comunitario, comentaba lo mucho que había aprendido sobre separar los residuos, su rol en la reducción de los mismos y la satisfacción que para ella representaba que todos en la comunidad se beneficiaran de su aporte individual. Vivencias así influyen en la transformación del modelo de desarrollo actual, incluso, como lo demuestra este ejemplo, dentro de los países poderosos, lo que me lleva al segundo punto al que quiero referirme.
Ese halo de sensibilidad tiene el potencial de expandirse como las raíces de un árbol penetrando en las conciencias de quienes nos rodean. En algunos países este nivel de sensibilidad ha tocado a quienes se encargan de legislar, como en el caso del Estado Federal de Sabah en Borneo, Malasia, donde, en la versión sobre Jurisprudencia de la Tierra de su Constitución, se reconoce que existe una responsabilidad común y sagrada para con las presentes y futuras generaciones humanas y otras especies de proteger y cuidar todas las comunidades vivientes -de Sabah-, asegurando mantener y fortalecer la integridad de los sistemas naturales que les soportan; O ese otro caso de la Constitución de Ecuador, que no sólo reconoce la misma necesidad de proteger a la naturaleza sino que además la convierte en sujeto de derecho.
Sin embargo, como dice el Papa Francisco en su Encíclica, “los problemas de fondo … no pueden ser resueltos por acciones de países aislados, es indispensable un consenso mundial”, haciendo oportuna referencia al fracaso de las Cumbres ecológicas mundiales en el contexto de una no muy lejana Conferencia de las Partes a celebrarse en París.
Y así como no es justo que países aislados se dediquen a resolver los problemas de fondo, tampoco lo es que países aislados los exacerben.
El modelo de desarrollo actual se acerca a pasos acelerados a aquél dilema propuesto por Garrett Hardin en 1968 llamado “La Tragedia de los Comunes”, en donde los intereses individuales solapan y destruyen los intereses -y recursos- comunes. El movimiento ecológico mundial así lo ha alertado, por lo que urgen acuerdos y compromisos internacionales vinculantes que “impongan obligaciones y que impidan acciones intolerables”, tal como lo señala el Papa Francisco.
En este punto dudo que la transformación venga desde arriba, y no me refiero al Cielo, sino a quienes detrás de un pódium y ante la presencia de iguales discuten el futuro de la humanidad. No dudo que la naturaleza cuente con aliados que desde espacios importantes induzcan la tan necesaria transformación, tal como lo ha hecho el Papa Francisco en esta oportunidad, pero insisto en que la puesta en práctica de la educación vivencial desde las bases de la sociedad será en definitiva la pieza clave para resolver el enigma sobre la conservación, entre otros problemas que aquejan a la sociedad.
Así, espero y confío en que la reflexión del Papa Francisco será un estímulo no sólo para sus fieles sino para todos quienes encontramos en sus líneas un punto de coincidencia, mientras tanto: “A Dios rogando, y todos juntos transformando”.